lunes, 12 de agosto de 2013

El adiós de la memoria

Segunda parte de Errantes Indómitos, escrito el 09/08/11

El adiós de la memoria

Abrió los ojos y observó el cielo estrellado. Había perdido la noción del tiempo. Y también la del buen gusto y el saber estar. Se preguntó qué imagen debía dar para alguien que lo observara, sin conocerle. Resultaría un contraste muy marcado, rozando el absurdo. Un joven de veintitantos años, rubio, de rasgos finos, como los llamaban antes, vestido de forma impecable con un traje a medida, tumbado encima de una tumba casi abandonada, en un viejo cementerio, royendo el tallo de una flor. Se había esmerado en ese pequeño detalle, y casi había llegado a la histeria. En la mayoría de aquellas tumbas en las que la gente había dejado flores, eran todas de plástico. Se trataba de una solución fría y práctica, depositándolas la gente se olvidaba de sus muertos. Un trozo de plástico no se estropea, ni se muere, ni se pudre, y no hay necesidad de ir de tanto en tanto a cambiarlas. Suspiró. Seguía siendo tan hipócrita como siempre. Alzó su mano para ver el anillo de boda de su esposa, que llevaba en su meñique. Ella había muerto unos cuantos meses después de que se casaran, sin haberle dado tiempo a tener descendencia, y nunca le había llevado flores, ni siquiera en su funeral, al que había ido totalmente borracho. No. Simplemente volvió a hacer lo que había hecho antes de conocerla, coleccionar muchachas que, durante una noche, calentaban su lecho.

Recuerdos. Tan solo una noche al año, y no todos los años, se permitía desvariar un poco en ellos, siempre la misma noche. Esos recuerdos le seguirían persiguiendo, fuera a dónde fuera. El secreto, le habían dicho, era aprender a convivir con ellos. Claro que, quien le había dicho eso, no había sobrevivido para ayudarle. No se lo había permitido. Tampoco lo necesitaba. Durante aquella época había sido un hombre débil y estúpido, una sola vez, al enamorarse, pero eso ya lo había experimentado, y sabía que  no volvería a permitírselo en lo que le quedaba de tiempo. 

Se llevó el anillo, todavía en su dedo, a los labios, pero apenas lo rozó. Cerró los ojos y buscó el olor del perfume de su esposa en sus recuerdos. Todavía era capaz de revivir su imagen, si se lo proponía. El tacto de sus manos cuando le masajeaba los hombros, el ruido de su risa cuando hacía ver que era una niña imaginando ser una mujer bailando en el salón de su casa. Ni siquiera le dejaba acabar de bailar una pieza, verla jugando así le hacía necesitarla en su lecho, rodeándose del aroma de su cabello mientras se hundía en ella. A veces seguía haciéndolo, veía sus ojos y su sonrisa en los rostros de las muchachas, justo antes de deshacerse de ellas. Volvió a acomodar sus manos debajo de su cabeza, y volvió a soñar con ella. Solo esa noche. Antes del amanecer volvería al hotel, y después de dormir desaparecería de aquel pueblo durante un año más, como mínimo. Nada, ni nadie, lo retenía ya allí. Y en el fondo de su alma, si es que todavía quedaba algo de ella, deseaba no tener que volver nunca más.

Todavía tenía los ojos cerrados cuanto oyó los pasos de alguien que se acercaba a él. Tendría que volver a apelar al amigo universal, contante y sonante, si era, otra vez, el vigilante del cementerio. Se había acostumbrado a resolver algunos de sus problemas con ese método, el más limpio que existía para los contratiempos menores. Pero los pasos en el camino empedrado no eran los del viejo vigilante que hacía años que arrastraba un pie. Llegaron hasta la tumba en la que estaba tumbado, y él esperó.

-Das pena -la voz de un viejo amigo rompió ese silencio.
-          -Buenas noches, Dominic. -Le respondió mientras abría los ojos.

El viento apartó las pocas nubes que cubrían el cielo aquella noche, y la luz de la luna llena bañó parte del rostro de su amigo, dándole un aspecto incluso más tétrico del que tenía de forma habitual. Aunque le veía mejor que la última vez, tres años antes, cuando había estado a punto de perder un ojo. Intentó no reír al imaginarlo con un parche de pirata. Salvo por eso, lucía igual de imponente que siempre. 

-       -Cuando me dijeron que te buscara aquí -continuó hablando su amigo -no les creí. Y todavía sigo sin creer lo que veo, tal y como eres, y tumbado encima de la tierra húmeda de una tumba.
-         -¿Qué te ha traído aquí, Dom? -Le cortó, sin ganas de que le recordara que tendría que tirar ese traje.
-       -   Ya lo debes saber, no creo que lo que se puede leer entre líneas en las últimas noticias se te hayan pasado por alto.
-        -  No, para nada. Ya sabes quién envía los mensajes demasiado altos y claros, bueno, como suele hacer siempre. Estoy casi listo para ir, pero antes creo que necesitaré una ducha, y ropa nueva.
-          -No solo, diría yo -sonrió el otro, mientras le ofrecía una mano.

Él se la aceptó y se incorporó. Sin decir ninguna palabra más se sentó en el banco que había delante de aquella tumba. Sacudió su cabello con su mano, haciendo caer parte de la tierra que llevaba al suelo, y sacó una pequeña navaja multiusos del bolsillo de su chaqueta para recortar el tallo de la flor que había robado antes por encima de la parte que había mordido. Aunque acabó maldiciendo aquella navaja que parecía de juguete. Su amigo se rió, rompiendo el silencio del cementerio, y sacó su propia navaja, que abrió y le ofreció mientras se sentaba en el banco, a su lado. 

-        -  ¿Siempre llevas este cacharro encima? -le preguntó mientras la cogía. -¿Ya te dejan pasar por los aeropuertos?
-          Siempre. De momento no he encontrado voluntad que no se doblegue por el dinero, o por otros métodos.
-         -Ya no recordaba que eras de los que piensan  que como más grande, mejor.
-         -Y eso me lo dice un francés.
-        -  Italianos...