lunes, 30 de marzo de 2009

Dos crisantemos

Dos crisantemos

Vino a verme otra vez el barquero, y estando en sus brazos volvió a susurrarme, todavía no pequeña, como cuando era una niña y agarrada a sus pantalones le pedí que me llevara con él. Pero ahora lo que le susurraba es que quería estar con él, mientras me perdía en sus ojos, azules, profundos. Y él me estrechaba en sus brazos, susurrándome, pronto. Me desperté en la bañera, el agua, teñida de sangre, estaba helada. El espejo me mostraba mi palidez y mis heridas eran ya apenas cicatrices. Dos crisantemos, frescos, me aguardaban, como un mensaje, en la cama.

lunes, 23 de marzo de 2009

Sándalo

Sándalo

Ya comenzaba a molestarle el pestañeo somnoliento de sus ojos, que le pedía insistentemente coger un taxi y volver a su casa. Pero todavía no había acabado su cuarta copa, y la muchacha a la que esperaba tampoco había llegado. Esperó unos cuantos minutos más antes de apurar lo que le quedaba en el vaso, ginebra ya aguada por el hielo fundido, para salir del local a fumar uno de sus cigarrillos. Ya volvería más tarde para averiguar si ella se había dignado a aparecer. En la puerta había unas cuantas muchachas ofreciendo a los que salían del local otro tipo de diversión. Pero eso a él, por ahora, no le interesaba y tampoco disponía en ese momento del dinero necesario. Ya con el cigarrillo en los labios el mechero se negó a encendérselo. Sintió ganas de reír, esa noche todo el mundo le fallaba.

Se acercó al callejón que había al lado. Allí solían ir algunos chicos del local que conocía a esnifar coca, alguno de ellos tendría un mechero. Pero a simple vista el callejón parecía vacío. Definitivamente esa noche el mundo le fallaba. Aun así decidió adentrarse en el callejón, quizás, después de las detenciones del último fin de semana, habían decidido esconderse entre los contenedores que había casi al final. Pero allí tan solo encontró la muchacha a la que había estado esperando durante cuatro copas.

Recordaba a una muñeca vieja y rota, abandonada en el cubo de la basura, salvo que a esa pobre muñeca parecía quedarle un poco más de aliento que se escapaba por sus rojos labios, mientras su cuerpo, semidesnudo, temblaba de frío. Y la sangre que manaba de su cabeza, junto con los cortes que sangraban por todo su cuerpo daban a entender que ya era inútil llamar a una ambulancia. No llegaría a tiempo. Y llamar a la policía significaba dar demasiadas explicaciones. Fue en ese momento cuando todo el peso del mundo se le vino encima, haciéndolo caer, hacia el suelo y hacia la inconsciencia, mientras un suave aroma a sándalo le acompañaba durante todo ese descenso.

Se despertó, mareado, en el portal de su casa. Todavía era de noche. Su reloj indicaba las cuatro de la madrugada. No sabía cómo había llegado hasta allí. Sacó las llaves del bolsillo para abrir la puerta, mientras comprobaba que todavía llevaba la cartera y el teléfono móvil, al que se le había agotado la batería. Una vez dentro de su casa cerró la puerta con dos vueltas de llave, dejó el móvil cargando en su habitación y fue directamente a darse una ducha, necesitaba quitarse la mala sensación que tenía por todo el cuerpo. Al desnudarse se dio cuenta de que la ropa le olía a sándalo, y en el espejo vio reflejado su cuerpo, marcado por múltiples cicatrices de cortes, que le recordaron a la pobre muchacha del callejón. Antes no las tenía. Volvió a la habitación y encendió el móvil. Habían pasado cinco días. Y no recordaba absolutamente nada.

lunes, 16 de marzo de 2009

La pelota

La pelota

A su alrededor no había nadie, en el bar de siempre, en su mesa de siempre. Como si estuviera reservada sin necesidad de ningún cartel, ya que todo el mundo rehuía aquel rincón. En el lugar ya solo quedaban unos cuantos turistas acabando de cenar, y las camareras, con rostros agotados, sin ver el momento de poder sentarse para aliviar sus cansados pies. Siempre solía ser el último cliente en salir, pero ellas ya se habían acostumbrado a su presencia, que ya casi les pasaba inadvertida, y solían descansar y hablar entre ellas cuando recogían, aunque todavía estuviera allí. Había acabado convirtiéndose en una parte de aquel local, uno de sus locales en verdad, aunque ya no quedara allí nadie que lo pudiera recordar. Notó algo al lado de uno de sus pies. Una pequeña pelota, y detrás de ella venía un niño, de unos cuatro o cinco años, sonriendo, mientras su madre le decía, desde la mesa, que no molestara a los extraños. La inocencia y vitalidad de la criatura le hizo sonreír, aunque recordó que en poco tiempo la perdería, y sería uno más entre la multitud, como su madre, que continuaba riñéndolo, auto imponiéndose límites, manteniendo todas sus emociones bajo un estricto control durante toda su vida. Le devolvió la pelota al niño, que todavía sonreía, aunque cansado de jugar ya toda la tarde, ignorando todavía a su madre, que al final se levantó para irlo a buscar. Y volvió a su mesa, casi arrastrando a su hijo, huyendo de su mirada que la había hecho palidecer. Sonrió para sí mismo, al fin y al cabo, ese era el efecto que provocaba en todos los adultos. Aunque lamentó, al cabo de un rato, el castigo que recibió aquel niño cuando, yéndose su familia, se había girado tan solo para decirle adiós con la mano.

lunes, 9 de marzo de 2009

Una noche

Una noche

La dejó caer en la cama, suavemente, rozando levemente su maltrecho cabello, su cuello, rostro, saboreando su inconsciencia. Se sentó a su lado, tentándose a rozar su cuerpo durante un rato más, pero no era el mejor momento, ya se encargaría de ella más tarde. Ahora lo que más necesitaba era una ducha, y relajarse, luego se permitiría pensar en cómo disfrutarla. Comenzó a desnudarse, llevando la ropa hacia el baño. Abrió el grifo del agua caliente, esperaría a que se calentara lo suficiente, para luego notar como casi le quemara en la piel. Volvió a la habitación, a buscar ropa limpia, rozando con la mirada, de nuevo, su trofeo. Se había divertido bastante esa noche, había vuelto a disfrutar, a sentirse vivo, y aunque lo de la mujer no entraba en sus planes, al final se la había traído. Su pequeño, dulce trofeo. Aunque en ese momento, lo que había en la cama, todavía maltrecha e inconsciente, distaba mucho de ser una mujer.

El sonido del agua le recordó que no podía distraerse. El baño ya estaba inundado de vapor, el agua ya estaría, quemando, tal y como la necesitaba. Dejó la ropa límpia a un lado y se internó en lo que ya era un ritual para él, para esas noches. Salió una hora después, cuando el agua que se escurría por el desagüe era ya simplemente agua. La mayor parte del tiempo lo dedicó al cabello, toda la sangre que le había salpicado se le había resecado. Se vistió, cogió la sucia ropa que había llevado y la metió en una bolsa, le era inservible ya. Dejó la bolsa tirada por el suelo, ya se encargaría de ella cuando se fuera. Se recogió el cabello y volvió a la habitación, ahora ya podía ocuparse de la mujer.

Volvió a sentarse en la cama, a su lado, volvió a recorrer su cuerpo, con sus dedos, apenas rozando su piel. Con suavidad, la volteó boca arriba, levantándose para ir a buscar la navaja que siempre llevaba en su abrigo. Volvió a su lado, sacando la hoja para cortar las cuerdas que todavía la mantenían atada. Tumbada boca arriba, estirada en la cama, la examinaba minuciosamente. Le molestaba cada cardenal que le rozaba, no podría hacer nada por ellos, solo dejar pasar el tiempo, las heridas ya eran otra cosa, podía encargarse de que apenas le quedaran cicatrices, odiaba acariciar piel que otros habían marcado. Con la navaja le fue cortando la poca ropa, destrozada, que le quedaba, mientras seguía acariciando su piel. Incluso le habían marcado los pechos. Los acarició con suavidad, recorriéndolos con las yemas de sus dedos, bajando, luego, suavemente por su vientre. Paró, cuando acariciaba uno de sus muslos. Se levantó y fue hacia el armario, una de sus viejas camisetas le serviría, la vistió con ella, la tapó con las sábanas y la dejó dormir. Rebuscó entre los armarios, sabía que por algún lado tendría ropa adecuada para ella. La dejó en un butacón que había al lado de la cama, tendría que conformarse con eso, de momento. Metió los inútiles harapos que la habían cubierto en otra bolsa, cogió la que había dejado en el baño, su abrigo y se fue.

lunes, 2 de marzo de 2009

Un libro en la estación

Un libro en la estación

En la vieja estación solía encontrar refugio todas esas tardes en las que necesitaba salir de casa después de haber discutido con sus padres, aunque nunca había ido allí cuando ya había anochecido. A esas horas el viejo edificio lucía más blanquecino, reflejando la poca luz de la media luna que había en el cielo. Le gustaba dejar pasar allí las horas, sentado en el suelo, apoyado en la pared, simplemente observando las viejas vías recubiertas de maleza y dejando su mente vagar. Pero esa noche estaba tan alterado que ni siquiera cerrando los ojos y subiendo el volumen de la música que sonaba en sus auriculares podía dejar de escuchar los gritos de su padre, que resonaban una y otra vez en su cabeza.

Abrió los ojos, y vio acercarse una muchacha con un libro bajo el brazo. Se la quedó mirando. Parecía que buscaba alguno de los viejos bancos que había habido para la gente que esperaba el tren. Pero del último que había sobrevivido tan solo quedaba un montón de madera podrida. La muchacha suspiró y se giró hacia donde estaba él. Se lo quedó mirando de la misma manera que había mirado la pared buscando un banco. Se acercó a él y se sentó a su lado, recolocándose la corta falda plisada intentando ocultar un pequeño cardenal que se había asomado por encima de la rodilla. Dejó el libro sobre sus piernas mientras su mirada vagaba por las viejas vías. Sus ojos oscuros brillaban reflejando la luna hasta que una solitaria lágrima logró abrirse camino por su mejilla. Él buscó dentro del bolsillo de su chaqueta, siempre solía llevar un paquete de pañuelos de papel, pero no lo encontró, y, sin ni siquiera darse cuenta, acercó uno de sus dedos para, con suavidad, borrar esa lágrima.

Ella se lo quedó mirando a los ojos tan solo unos instantes, para luego dejarse caer en su pecho mientras él pasaba su brazo por los hombros de ella en un torpe intento de reconfortarla. Permanecieron largo tiempo así, dejando que sus mentes siguieran vagando por las viejas vías. Hasta el momento en que ella deshizo el abrazo para levantarse, coger su libro e irse, y al querer él decirle algo, tan solo respondió con un gesto negativo con la cabeza. Aunque justo antes de salir de la estación se giró para volver a mirarle a los ojos mientras esbozaba una ligera sonrisa. Él volvió a subir el volumen de la música y cerró una vez más sus ojos, por unos instantes. Llevaba mucho tiempo ya allí y era hora de volver a casa.

Abrió los ojos, se levantó y caminó hacia la salida cuando sus pies tropezaron con lo que parecía una simple caja de zapatos. La abrió. Dentro tan solo había un viejo libro del cual sobresalía un marcapáginas. En él había escritos unos cuantos números, y un nombre. Volvió a guardar el libro en la caja y se la llevó a casa. No tenía nada que perder.