Vivo
Diría que, fuera de aquí, en la calle, está
lloviendo. Oigo, a lo lejos, el tac, tac, tac de la lluvia golpeando los
cristales de las ventanas, rítmicamente, tan similar al golpeteo de las teclas
de una vieja máquina de escribir mecánica, impresionando, negro sobre blanco,
las diferentes letras en una hoja de papel. Lo diría, claro, si no fuera porque
en esta maldita ciudad nunca llueve. Porque no es bueno que llueva, eso suele
crear problemas, confusión, gente mojándose, paraguas abriéndose y
entrechocándose con otros paraguas, todos de diferentes colores, o estampados.
Gente resbalando en los adoquines mojados, niños riendo mientras saltan en los
charcos, conductores con prisa haciendo sonar las bocinas de sus coches,
mientras ven por delante de sus narices los limpiaparabrisas, moviéndose
rítmicamente, de izquierda a derecha, y vuelta a ir a la izquierda para volver
a empezar. Y eso también si los semáforos funcionan, porque si se va la luz, ya
solo impera la ley del que tiene más mala leche.
Diría.
Porque es eso, ya no llueve. Ni necesidad de paraguas, y los niños son pequeños ciudadanos tranquilos y bien educados, obedientes, que tratan a todo el mundo de usted, que solo van de su casa a las aulas de aprendizaje, y de vuelta a su casa, y que conocen la importancia de que a sus progenitores se les haya concedido el permiso de procreación para que ellos pudieran existir. Y los coches pasaron a la historia con la creación del sistema de transporte ciudadano, en el que todo el mundo espera pacientemente su turno para ir a aportar su esfuerzo a su querida ciudad, o volver a casa a descansar. Todos, niños y adultos, todos uniformados. Todos grises. Todos muertos.
Diría.
Porque es eso, ya no llueve. Ni necesidad de paraguas, y los niños son pequeños ciudadanos tranquilos y bien educados, obedientes, que tratan a todo el mundo de usted, que solo van de su casa a las aulas de aprendizaje, y de vuelta a su casa, y que conocen la importancia de que a sus progenitores se les haya concedido el permiso de procreación para que ellos pudieran existir. Y los coches pasaron a la historia con la creación del sistema de transporte ciudadano, en el que todo el mundo espera pacientemente su turno para ir a aportar su esfuerzo a su querida ciudad, o volver a casa a descansar. Todos, niños y adultos, todos uniformados. Todos grises. Todos muertos.
Diría que la oigo, pero nadie me creería, no debo oir nada en mi sala de reposo, en el edificio social de ayuda al ciudadano, en el programa de orientación especial. En una jodida sala gris acolchada de un puto manicomio.
Todos muertos. Estoy vivo.