Ya en la cocina encendió el televisor, apenas con volumen suficiente para poder distraerse con el murmullo pero sin despertar a nadie más. Quizá tan solo había sido un sueño. En el jardín parecía haber más actividad que dentro de la casa, los pájaros iban y venían de un lado a otro buscando ramillas para construir nidos. Sonrió entristecido, el nido que su hermano pequeño había construido con tanto esfuerzo el pasado año continuaba ignorado.
Salió al jardín con una taza de café recién hecho para sentarse en el balancín que había debajo del viejo cerezo. Los pájaros, allá por donde él pasaba, se quedaron quietos durante unos instantes para luego salir volando, y volver apenas segundos más tarde a donde habían abandonado sus ramitas. Ya había acabado su café cuando un pequeño pájaro, de vivos colores, salió del nido de su hermano. Lo vio paseándose entre los otros pájaros, exhibiéndose, como si su colorido fuera único. Volvió a sonreír, el nido de su hermano sí estaba ocupado. Él estaría feliz, estuviera donde estuviera.
Volvió a la cocina, se había dejado el televisor encendido. Volvían a emitir la misma película que había dejado de ver a mitad de historia la noche anterior, justo cuando el protagonista exclamaba asombrado al descubrir a su enemigo en la cama con su madre. Se sentó en una de las sillas y con el mando cambió de canal, hasta que, aburrido, decidió apagarlo. Dejó preparado el desayuno de sus hermanos, que ya no tardarían en bajar, y salió de casa para coger el coche y alejarse de allí unos cuantos kilómetros antes de parar en uno de aquellos viejos bares de carretera que siempre estaban abiertos. Definitivamente, odiaba las mañanas de los domingos.