miércoles, 23 de octubre de 2013

Fuego

Mini relato escrito el día 22/11/2011; continuación de Papeles arrugados, que puede leerse aquí

Fuego

Llegó a la habitación casi sin aliento, estaba vacía, abandonada como siempre, salvo por el fuego de la chimenea que, a esas horas, estaba casi muerto. Aquella mañana, al volver a su casa después de coger agua del río, su padre comentó que se había visto luz, durante toda la noche, en aquella habitación. Había llegado tarde. Andó, nerviosa, entre aquellas frías paredes hasta llegar a la chimenea, en la que colocó el único trozo de madera que había allí.

Cerró los ojos. Le echaba de menos, le había añorado todos esos años desde que desapareció la misma noche en la que ella comenzó a darse cuenta de ciertas cosas. Le esperó durante las últimas horas de aquella tarde, mientras se ponía el sol, y casi toda la noche, al lado del río, hasta que se quedó dormida. Esa era la maldición de hacerse mayor. Desde aquella noche ya no había vuelto por el río si no la enviaba su padre a por agua, ni por aquella casa. Hasta ahora.

Se estaba comportando como una niña tonta, como cuando era pequeña y le hacía preguntas estúpidas que él se dedicaba a responder, no siempre diciéndole toda la verdad. Se golpeó ligeramente la cabeza, ese dichoso gesto que había adquirido de tanto vérselo a él. Dio una vuelta por la habitación escuchando el solitario eco de sus zapatos en la piedra. Seguía tan fría y desnuda como la recordaba. Una chimenea, una silla y un escritorio. Y allí, olvidada encima del escritorio, había una vieja pluma. Se sentó frente al escritorio y alargó una mano hacia la pluma. Las yemas de sus dedos la acariciaron mientras cerraba los ojos.

Le pareció notarla viva bajo sus dedos, y apartó la mano. Sonrió con tristeza al pensar en su propietario y al darse cuenta de la inmensa ironía que todo eso representaba. Él no le dijo toda la verdad, pero le dio todas las pistas que necesitaba para, años después, averiguarla. Se levantó y volvió a la ventana. Las ramas de los viejos robles se movían, permitiendo que sus hojas juguetearan con la luz que llegaba del sol.


Volvió al escritorio y se sentó en aquella silla de cuero que tanto le gustaba de pequeña y apoyó sus codos en el escritorio, preguntándose qué había estado haciendo él allí durante toda la noche, y porqué no le había dicho nada. Quizás volvería para recoger la pluma, pero lo dudaba. Él era un experto en dejar las cosas atrás. Y ella también tenía que hacer lo mismo. Se levantó y se acercó a la chimenea y apoyó una de sus manos en la repisa. Atizó un poco el fuego que volvía a morir mientras le picaba la nariz por culpa del polvo que había levantado, y al ir a estornudar vio, al lado de su mano, la huella que había dejado otra mano en aquella repisa. Se dejó caer al suelo, delante de la chimenea, y entonces vio, entre la ceniza, un papel arrugado.

sábado, 5 de octubre de 2013

Papeles arrugados

Este mini relato es del 19/11/11; es el inicio de una historia de dos mini relatos. La continuación la publicaré más adelante.


Papeles arrugados

El suelo continuaba lleno de papeles arrugados que crujían como si tan solo fueran hojas secas debajo de sus botas. Se paró delante de la chimenea, estaba vacía, y fría. Apoyó una de sus manos en la repisa levantando una gruesa capa de polvo. Ni siquiera le hizo toser, cerró los ojos y buscó en su memoria, ni siquiera recordaba la última vez que el polvo le hizo toser. Volvió a sentir como toda aquella ira que había estado acumulando durante la última semana volvía a nublar sus sentidos, su mente. Cerró los ojos y dejó que se fuera. Los abrió y volvió sobre sus pasos hasta el escritorio. Se sentó y cogió una hoja más.

La pluma seguía rasgando el papel cuando se dio cuenta que tan solo escribía las mismas tonterías de siempre. Dejó la pluma a un lado y arrugó el papel, tirándolo junto a los que había descartado durante esa última media hora. Se levantó y volvió a andar por el suelo de piedra hasta llegar a la ventana. La luna llena iluminaba el pequeño bosque de robles en los que había jugado de pequeño, tantos años antes. Cerró los ojos y se apoyó, intentando escuchar, igual que hacía de pequeño, la dulce canción del viento jugueteando entre las hojas y las ramas de aquello viejos árboles.

Se estaba comportando como un niño tonto. Se golpeó ligeramente la cabeza, igual que hacía su madre, años antes, siempre que le reñía y volvió al escritorio. Debía acabar antes del amanecer, antes de que ella pudiera llegar, y tener tiempo para poder limpiar todo el desorden que había organizado durante esa noche. Apenas le quedaba papel, y no podía desperdiciarlo. Volvió a coger la pluma, repitiendo el mismo proceso que había seguido durante toda la noche, y dejó la mente en blanco, buscando la mejor forma de pedir disculpas por lo que iba a hacer. 

Pero cada vez que lo intentaba volvía a verla en su mente, con la misma sonrisa, y los mismos ojos verdes con los que le había mirado fijamente el primer atardecer que la había visto, en el bosque. La había descubierto jugando en el río, yendo de lado a lado saltando por las piedras, con unas pequeñas botas viejas en la mano, intentando no mojarse los pies. La observó durante unos minutos, hasta que ella le vio, se resbaló y cayó. Pero lo que más le sorprendió fue oírla reír.

Dejó la pluma a un lado y arrugó la última hoja de papel. Volvió a caminar por aquella habitación, pateando todos aquellos papeles arrugados que cubrían el suelo como una alfombra. Miró otra vez por la ventana. Se hacía tarde y pronto amanecería. Bajó a la entrada, donde había dejado varios trozos de leña y subió dos de los más grandes. Con tanto papel como había allí no le sería muy difícil preparar la hoguera. La encendió y recogió todo aquel papel. Sentado en el suelo, fue alimentando poco a poco el fuego.


viernes, 20 de septiembre de 2013

Regreso

Este texto concluye la historia que empecé con el texto titulado Pesadilla y que continué con Intento de fuga.

El orden cronológico de la historia sería: Intento de fuga, Regreso, Pesadilla.

Por ahora no continuaré la historia con estos personajes, pero quizás más adelante amplíe el proyecto.




Regreso

Había bajado a buscarte, confiando en que habrías aprovechado la oportunidad que te daba y te hubieras ido. Pero, por tu aspecto, has decidido volver, y tendrás que asumir las consecuencias. Sigues mirándome a los ojos, descaradamente, esperando que te diga algo. Me giro y me voy, no quiero que me veas sonreír satisfecho, no antes de hora. Me quedo en un lugar discreto del patio para ver cómo te llevan hasta allí, en silencio, con todos los otros criados reunidos, y el látigo vuelve a castigar tu piel marcada. Incluso, entre golpe y golpe, sigues mirándome a los ojos, desafiándome, hasta que vuelvo a sonreírte y te veo derrumbarte.

En mi habitación acabo de preparar las cosas cuando te oigo llegar. El agua y la ropa nueva te dan mejor aspecto, aunque la estés manchando con la sangre de tus heridas abiertas. Y me alegra ver que miras hacia el suelo. En silencio, cojo el libro que tenía en la mesa y una de las copas con vino y me siento en mi butaca a leer, dejando pasar el tiempo, mientras veo como te impacientas y te fuerzas a no levantar la mirada. Buen chico, pienso, quizás incluso pueda sacar algo de provecho de ti. He tenido tiempo para estudiarte y el ligero temblor de tu dedo índice golpeando tu pierna me muestra el momento oportuno. Dejo el libro en la mesa y señalo la otra copa, indicándote que es para ti. Dudas, y levantas la mirada, clavando tus ojos en los míos, apenas durante un segundo, y vuelves a bajarla mientras coges la copa. Me levanto de mi butaca y me acerco a ti mientras te la llevas a los labios, y bebes poco a poco.

Instantes después dejas caer la copa, que se hace añicos, mientras caes tú también encima de mi alfombra. A mis pies. Veo como tu cuerpo se convulsiona, y si es cierto lo que me han dicho, debes notarlo ardiendo. Levantas la mirada, de nuevo, con esfuerzo, y me agacho para susurrarte la primera palabra que te digo desde que has vuelto.

-          Veneno.

Ni siquiera cambia tu mirada, y eso me hace volver a sonreír. Acaricio tu pelo. Uno de los trozos de cristal de la copa te ha arañado el rostro, y un pequeño hilo de sangre recorre tu ojo izquierdo. Aparto los trozos que veo, y vuelvo a susurrar en tu oído.

No te preocupes, no te matará. No la cantidad que te he dado. Mañana habrá dejado de dolerte. Pero es una sustancia adictiva, y acabarás suplicándome que te dé más, y serás consciente de cómo tú mismo te envenenarás.

Me levanto e iba a sentarme de nuevo en mi butaca a observarte sufrir toda la noche cuando agarras mi tobillo e intentas incorporarte. Sin éxito. Sigues mirándome, miras tu mano y me sueltas. Vuelvo a agacharme, y sonrío mientras humedezco mis dedos y con ellos acaricio tus labios resecos.

-          Eres fuerte, más de lo que esperaba, te forjaré bien.

domingo, 8 de septiembre de 2013

La tumba solitaria

Tercera parte de Errantes Indómitos, escrito el 20/09/11


La tumba solitaria

Los dos hombres estaban sentados en aquel banco, en silencio, mirando hacia la tumba. Esa parte del cementerio parecía totalmente abandonada. Las malas hierbas habían crecido salvajes en esa zona en la que tan sólo había esa tumba. Ni siquiera se oía el ruido nocturno de los animales, que habían preferido instalarse en las partes más visitadas del cementerio. La única cosa que desentonaba totalmente en aquel lugar era el banco en el que estaban sentados, totalmente nuevo. El francés se levantó, en silencio, y se acercó a la lápida, en la que depositó la flor con la que antes había estado jugueteando.

-         ¿Por qué esta tumba? –le preguntó el italiano a su amigo, cuando éste se volvió a sentar a su lado.
-         ¿Qué quieres decir? –el francés lo miró extrañado.
-         Para venir a buscarte me dieron las coordenadas exactas de esa tumba. Sé que, como a todos nosotros, te van las cosas raras, pero creía que las tuyas eran de otro estilo.
-        Alguna noche, hermano, me tendrás que contar esas ideas que tienes sobre cada uno de nosotros. Sería interesante.
-         No me has contestado.
-         No es nada de especial. Esta tumba tiene una leyenda interesante, nada más.
-         ¿Más interesante que esas historias que sueles publicar?

El rubio se giró hacia él y le miró a los ojos, un segundo después sonrió. Se acomodó en el banco, y susurrando, comenzó a narrar.

Hace muchos años, estas historias siempre deberían empezar así, vivió en este pueblo un personaje curioso. Un joven de esos que se hacían llamar artistas, pero nadie le vio nunca escribir, o pintar, o cualquier cosa del estilo. A lo único que se dedicaba era a mancillar todas las jovencitas del pueblo, menos a una, con la que se casó. Aunque ese matrimonio le duró muy poco. La muchacha apareció muerta en su casa un día, poco después de que él saliera de viaje. La encontraron sus hermanos, hartos de que él no la dejara salir de casa, habían ido a verla aprovechando que él no estaba. Él volvió poco después, coincidiendo con el funeral de su esposa. Durante unas semanas estuvo recluido en su casa, y después de eso se dedicó otra vez a seducir y abandonar a cualquier muchacha de la que se encaprichaba. Pocos meses después también murió. Había pagado un mausoleo impresionante para su esposa, pero para él había escogido esta tumba solitaria, al otro lado del cementerio. Y dejó estipulada una petición. Diez años después de su funeral, debían desenterrar el ataúd, coger lo que hubiera dentro, y volver a enterrarlo.

Todo el pueblo decidió olvidar esa petición, olvidarle a él y todo lo que había sucedido. Pero no pudieron. A los pocos meses descubrieron que la mayoría de las muchachas con las que había estado jugando estaban preñadas. Fue pasando el tiempo, y a medida que se acercaba el décimo aniversario de aquel funeral se iban poniendo cada vez más nerviosos. Al final se reunieron para desenterrarlo, y así poder exorcizar ese fantasma que les sobrevolaba.

Al anochecer de aquel día se reunió todo el pueblo alrededor de la tumba, y la desenterraron. El sacerdote, tapándose la boca y la nariz con un pañuelo para protegerse del olor, ordenó abrirlo, y en un primer momento sólo él vio el contenido.

Había una carta lacrada, manuscrita en tinta roja, que se había ennegrecido por el paso del tiempo. La leyó mentalmente unas cuantas veces antes de decidirse a leerla en voz alta. Tan solo era una frase: "sonrían, por favor, esto es una broma". Por lo demás, el ataúd estaba vacío. Volvieron a enterrarlo inmediatamente, y aunque quisieron quemar aquella carta, rondó por los archivos de la iglesia un tiempo más. La historia acaba asegurando que la letra era la de aquel hombre, afirmación que se hizo después de compararla con los papeles que había firmado durante su boda, la única muestra de su escritura que tenían. Y quizás lo más inquietante, la tinta, en realidad, era sangre.

-         Esa es la versión aburrida –una tercera voz les hizo girarse.
-         ¿Ya has acabado ese asunto que te entretenía, Sorin? –le preguntó Dominic al recién llegado.
-         Sí, nada que no se arregle al viejo estilo de mi tierra –le respondió mientras se sentaba entre ellos, -te explicaré lo que, aquí nuestro querido hermano, no ha mencionado.

Hace muchos años, bueno, el bla bla bla del inicio es el mismo. Lo importante, los hermanos de aquella muchacha se pensaban que él la maltrataba, como mínimo, no entendían que la mantuviera encerrada en casa. La encontraron muerta, con varias heridas por el cuerpo, en su cama, con todas las sábanas teñidas de sangre. Es cosa de sumar dos y dos, él la había matado y se había fugado. Les costó encontrar valor, pero meses después de que volviera, le fueron a buscar una noche, armados con hachas, para vengarse, y después desaparecer también. Pero lo inquietante es lo de después, cuando desenterraron el ataúd. Varias de las mujeres a las que había dejado preñadas, y que habían ido con los niños, declararon verlo entre el público.

-         Las mujeres, y sus fantasías –dijo el francés mientras se levantaba del banco. –Esta noche podemos descansar en mi casa, y mañana coger el avión.
-         ¿Tienes una casa aquí? –le preguntó Dominic.
-         Sí, herencia familiar, que resulta ser la casa de nuestro amigo –sonrió mientras señalaba la tumba.

Los otros dos hombres también se levantaron. El francés miró hacia la tumba una última vez, Sorin se le acercó y le pasó un brazo por los hombros, llevándoselo de allí, mientras hablaban de las últimas mujeres con las que se habían acostado. Antes de irse, Dominic se acercó a la lápida. Estaba totalmente abandonada y, a parte de la flor que había depositado su hermano, cubierta de hiedra seca. Apartó la hiedra hasta descubrir el nombre que había inscrito. Laurent Étienne Delacroix. Se incorporó mientras rompía a reír y se alejó de allí por el mismo camino que habían seguido sus hermanos.


lunes, 12 de agosto de 2013

El adiós de la memoria

Segunda parte de Errantes Indómitos, escrito el 09/08/11

El adiós de la memoria

Abrió los ojos y observó el cielo estrellado. Había perdido la noción del tiempo. Y también la del buen gusto y el saber estar. Se preguntó qué imagen debía dar para alguien que lo observara, sin conocerle. Resultaría un contraste muy marcado, rozando el absurdo. Un joven de veintitantos años, rubio, de rasgos finos, como los llamaban antes, vestido de forma impecable con un traje a medida, tumbado encima de una tumba casi abandonada, en un viejo cementerio, royendo el tallo de una flor. Se había esmerado en ese pequeño detalle, y casi había llegado a la histeria. En la mayoría de aquellas tumbas en las que la gente había dejado flores, eran todas de plástico. Se trataba de una solución fría y práctica, depositándolas la gente se olvidaba de sus muertos. Un trozo de plástico no se estropea, ni se muere, ni se pudre, y no hay necesidad de ir de tanto en tanto a cambiarlas. Suspiró. Seguía siendo tan hipócrita como siempre. Alzó su mano para ver el anillo de boda de su esposa, que llevaba en su meñique. Ella había muerto unos cuantos meses después de que se casaran, sin haberle dado tiempo a tener descendencia, y nunca le había llevado flores, ni siquiera en su funeral, al que había ido totalmente borracho. No. Simplemente volvió a hacer lo que había hecho antes de conocerla, coleccionar muchachas que, durante una noche, calentaban su lecho.

Recuerdos. Tan solo una noche al año, y no todos los años, se permitía desvariar un poco en ellos, siempre la misma noche. Esos recuerdos le seguirían persiguiendo, fuera a dónde fuera. El secreto, le habían dicho, era aprender a convivir con ellos. Claro que, quien le había dicho eso, no había sobrevivido para ayudarle. No se lo había permitido. Tampoco lo necesitaba. Durante aquella época había sido un hombre débil y estúpido, una sola vez, al enamorarse, pero eso ya lo había experimentado, y sabía que  no volvería a permitírselo en lo que le quedaba de tiempo. 

Se llevó el anillo, todavía en su dedo, a los labios, pero apenas lo rozó. Cerró los ojos y buscó el olor del perfume de su esposa en sus recuerdos. Todavía era capaz de revivir su imagen, si se lo proponía. El tacto de sus manos cuando le masajeaba los hombros, el ruido de su risa cuando hacía ver que era una niña imaginando ser una mujer bailando en el salón de su casa. Ni siquiera le dejaba acabar de bailar una pieza, verla jugando así le hacía necesitarla en su lecho, rodeándose del aroma de su cabello mientras se hundía en ella. A veces seguía haciéndolo, veía sus ojos y su sonrisa en los rostros de las muchachas, justo antes de deshacerse de ellas. Volvió a acomodar sus manos debajo de su cabeza, y volvió a soñar con ella. Solo esa noche. Antes del amanecer volvería al hotel, y después de dormir desaparecería de aquel pueblo durante un año más, como mínimo. Nada, ni nadie, lo retenía ya allí. Y en el fondo de su alma, si es que todavía quedaba algo de ella, deseaba no tener que volver nunca más.

Todavía tenía los ojos cerrados cuanto oyó los pasos de alguien que se acercaba a él. Tendría que volver a apelar al amigo universal, contante y sonante, si era, otra vez, el vigilante del cementerio. Se había acostumbrado a resolver algunos de sus problemas con ese método, el más limpio que existía para los contratiempos menores. Pero los pasos en el camino empedrado no eran los del viejo vigilante que hacía años que arrastraba un pie. Llegaron hasta la tumba en la que estaba tumbado, y él esperó.

-Das pena -la voz de un viejo amigo rompió ese silencio.
-          -Buenas noches, Dominic. -Le respondió mientras abría los ojos.

El viento apartó las pocas nubes que cubrían el cielo aquella noche, y la luz de la luna llena bañó parte del rostro de su amigo, dándole un aspecto incluso más tétrico del que tenía de forma habitual. Aunque le veía mejor que la última vez, tres años antes, cuando había estado a punto de perder un ojo. Intentó no reír al imaginarlo con un parche de pirata. Salvo por eso, lucía igual de imponente que siempre. 

-       -Cuando me dijeron que te buscara aquí -continuó hablando su amigo -no les creí. Y todavía sigo sin creer lo que veo, tal y como eres, y tumbado encima de la tierra húmeda de una tumba.
-         -¿Qué te ha traído aquí, Dom? -Le cortó, sin ganas de que le recordara que tendría que tirar ese traje.
-       -   Ya lo debes saber, no creo que lo que se puede leer entre líneas en las últimas noticias se te hayan pasado por alto.
-        -  No, para nada. Ya sabes quién envía los mensajes demasiado altos y claros, bueno, como suele hacer siempre. Estoy casi listo para ir, pero antes creo que necesitaré una ducha, y ropa nueva.
-          -No solo, diría yo -sonrió el otro, mientras le ofrecía una mano.

Él se la aceptó y se incorporó. Sin decir ninguna palabra más se sentó en el banco que había delante de aquella tumba. Sacudió su cabello con su mano, haciendo caer parte de la tierra que llevaba al suelo, y sacó una pequeña navaja multiusos del bolsillo de su chaqueta para recortar el tallo de la flor que había robado antes por encima de la parte que había mordido. Aunque acabó maldiciendo aquella navaja que parecía de juguete. Su amigo se rió, rompiendo el silencio del cementerio, y sacó su propia navaja, que abrió y le ofreció mientras se sentaba en el banco, a su lado. 

-        -  ¿Siempre llevas este cacharro encima? -le preguntó mientras la cogía. -¿Ya te dejan pasar por los aeropuertos?
-          Siempre. De momento no he encontrado voluntad que no se doblegue por el dinero, o por otros métodos.
-         -Ya no recordaba que eras de los que piensan  que como más grande, mejor.
-         -Y eso me lo dice un francés.
-        -  Italianos...

sábado, 13 de julio de 2013

La sombra

Este pequeño relato inacabado lo tengo fechado del 02/08/2011. Lo comencé con una idea, lo acabé con otra y al releerlo, tiempo después, encuentro el personaje medio definido interesante para ser un secundario de alguna historia más larga. Como siempre, los comentarios y críticas son bienvenidos.



La sombra

Tenía cinco años cuando se dio cuenta de que la sombra, que creía que tan solo era parte de sus pesadillas, no desaparecería por mucho que él creciera. Esa intuición no le había impedido fingir ante sus amigos que él también dejaba atrás la infancia. Año tras año, cada verano guardaba en una caja todos aquellos juguetes, al inicio, y libros y cachivaches que ya no usaba y se almacenaba en el trastero, como la última incorporación a la fila india que formaban los años que ya había vivido. Y había intentado guardar, en cada una de ellas, el recuerdo de la sombra que lo visitaba.

Llegó la adolescencia, y poco después el primer amor. Un año entero de medias promesas y palabras vacías que desencadenarían el absurdo insomnio que lo mantenía, cada noche del sexto día de cada mes, despierto, al lado de la ventana, arañando el vidrio en busca de esa sombra que esas noches nunca aparecía. 

Y después de ese primer amor ya no vino ninguno más, tan solo muchachas con las que intentaba evadirse por las noches, y que dejaba atrás a la mañana siguiente, ignorando todas las lágrimas, golpes e insultos con que ellas, al final, lo trataban.

Y al final también las abandonó a ellas, y acabó, a sus veinte años, encerrado en la rutina de ir y venir de su trabajo a su casa, que alguien le había dejado en herencia, acumulando noches de insomnio, sentándose, cada una de ellas, al lado de una ventana diferente, arañando los vidrios con la mirada perdida.

A los veintidós años seguía teniendo tan solo los muebles de la cocina y un colchón en el suelo en su casa. Y la misma noche de su cumpleaños, horas después de estar observando el vacío a través del vidrio de una de las ventanas, cogió la vieja llave que, desde que recordaba, había llevado colgada al cuello, y que abría la cerradura del desván. 

Entró, cerrando los ojos, y aspiró parte del polvo que había allí acumulado, haciéndole toser. Abrió los ojos y esperó unos minutos hasta que se acostumbró a la poca claridad que entraba por la ventana. Apiladas, en una de las paredes, estaban todas sus viejas cajas, las únicas cosas que conservaba de la casa de sus padres. Se acercó a ellas y pasó la mano por las que estaban encima, dejando los surcos de sus dedos marcados en el polvo.


Las abrió, una a una, sin importarle los números que había marcados, los años que tenía cuando había ido cerrándolas. Lanzaba las tapas al suelo, sin preocuparse por ellas, levantando el polvo que había por el suelo, tan solo interrumpido por los dos rastros de huellas que había dejado. Vació las cajas de lo único que para él contenían, aquellos retales de la sombra que había intentado atrapar durante tantos años. Volvió a la ventana, a mirar hacia el vacío, rascando el vidrio, hasta que vio, al lado de su reflejo, su mismo reflejo, sonriéndole.

lunes, 17 de junio de 2013

La noche del regreso

Primera parte de Errantes Indómitos, escrito el 22/04/11


La noche del regreso

Se encontraba a quince metros de la entrada del que había sido su local. Estaba sentado en lo alto de un viejo muro de ladrillos a medio levantar que delimitaba un solar en el que ya no se construiría nada. Observaba a los jóvenes que deambulaba por allí, sus viejos amigos, o así quería pensar que era. Los miraba desde lejos, y desde sus recuerdos. Hacía apenas año y medio que había desaparecido sin dejar rastro, al menos para ellos. Había vuelto a la ciudad, y decidió que podría averiguar si todo continuaba bien, si ellos estaban bien. Durante las tres últimas noches había estado allí sentado, observándolos, estudiando y analizando cada cambio que veía. Sonrió mientras dejaba que esos pensamientos salieran de su mente. En realidad no tenía ninguna necesidad de comportarse de esa forma. Les había llegado a conocer mejor de lo que ellos mismos se conocían y le conocían a él.

Se dejó caer del muro y sacudió el poco polvo que había en su abrigo de cuero negro. Se acercó un poco más a donde estaban mientras soltaba su cabello de la coleta que se había hecho al salir del hotel, y se apoyó en una de las paredes de aquel callejón a unos pasos del círculo de luz que proyectaba la última farola. No quería que le vieran, aunque sabía que nadie miraría hacia allí, ninguno de ellos esperaba que él estuviera a tan solo unos pasos. Estuvo observándoles, como había hecho esas últimas noches, entrar y salir del local, hasta que le vio llegar a él. Eso era lo que había estado esperando en realidad durante aquellas noches. Sonrió con nostalgia, hacía año y medio que le había visto por última vez, y en realidad le parecía que había pasado toda una vida.

Quizás él sentía rencor, por todo lo que le había hecho aquella noche en Berlín. Pensándolo fríamente, le había jodido la vida en aquel sótano frío y luego lo había dejado tirado. Dejándole las suficientes pistas para que pensara que nunca volvería. Sabía por experiencia que para ese dolor el odio era la mejor medicina que existía. Sacó la pitillera de plata que él le había regalado y que siempre llevaba en uno de sus bolsillos. Se llevó uno de aquellos caros cigarrillos a los labios mientras le veía girarse, extrañado, como si hubiera visto un fantasma que se le escapaba por el rabillo del ojo. Quizás había sido el pensar en él, en aquella noche, que, de alguna forma, había vuelto a conectar sus mentes. Le veía escudriñar en la oscuridad, buscando algo, sin darse cuenta de que le estaba mirando a los ojos. Encendió el cigarrillo con su zippo, creando momentáneamente un poco de luz, que iluminó parte de su rostro. Dejándose ver, arriesgándose demasiado y casi rompiendo lo que se había prometido. Durante un segundo. Le vio, volviéndose a girar para responder la pregunta que le había formulado uno de sus amigos, y entrando al local con ellos, sin mirar hacia atrás.

A medio cigarrillo vio cómo entraban los pocos que todavía estaban merodeando por delante de la puerta y se quedó a solas en aquella zona. Cerró los ojos, recordándose porqué estaba allí, y porqué no debía decirle nada por mucho que lo desease. Volvió a sonreír, y volvió a dejar la mente en blanco eliminando los pensamientos que le hacían dudar. Debía mantenerse en la decisión que había tomado aquella noche, en Berlín, quizás de forma apresurada. Lo había hecho evaluando todos los riesgos, sabiendo que era el candidato correcto, aunque él en realidad nunca lo pidiera. Había aprendido de su primer error, con ella se dejó llevar por lo que había dejado atrás, por lo que le habían obligado a dejar atrás, y al final se había vuelto en su contra. No tan solo eso. Ella se había convertido en todo lo que odiaba. Pero, incluso así, el dolor le atravesó el alma al verla desaparecer para siempre, aquella misma noche, en Berlín, año y medio atrás. Una vida se va y otra viene.

No.

No tenía ningún sentido engañarse ahora, si nunca antes había tenido la necesidad de hacerlo. Aquella noche había quitado dos vidas, y no era nadie para decir qué era lo que había dado. Tendría que volver otra noche para que él se lo dijera, si es que lograba tener esa oportunidad. Tiró lo que quedaba del cigarrillo al suelo antes de que le quemara los dedos. Debía intentar dejar ese mal vicio, que no le llevaba a nada, en realidad, y que tan solo le traía recuerdos.

- Alex –oír su nombre le devolvió a la realidad.

Se giró, se había perdido tanto en sus pensamientos que no había oído llegar al francés.

- Laurent –le saludó, con un leve gesto de cabeza.

- Tus hermanos te estamos esperando –le dijo el aludido, y sonrió.

Alex se lo quedó mirando, unos segundos. Laurent mostraba su imagen de siempre, la misma con la que lo había conocido en París. Media melena rubia de corte siempre recién hecho, traje a medida y mocasines de piel. Un viejo rólex y un pequeño anillo de oro en el meñique de la mano izquierda, que había sido la alianza de boda de su mujer. Totalmente distante a la imagen que daba él, moreno, de cabello descuidado, vestido totalmente de negro, calzando botas con hebillas, y cargado de anillos y colgantes de plata. Objetivamente, nadie podía asegurar que fueran amigos, o ni siquiera que pudieran conocerse. Laurent esperó su respuesta, durante esos pocos segundos, con gesto serio en su rostro.

- Haces que parezca una secta –le dijo al final Alex, sonriendo.

- No, eso ya quedó atrás –sonrió Laurent. –Sabía que te encontraría aquí. Ya estamos todos, casi todos.

Alex se acercó a él y se fundieron en un abrazo.

- ¿Tan previsible soy? –le preguntó mientras sonreía.

- No, pero eres nuestro hermano, y sabíamos que vendrías a verle.

Alex le golpeó suavemente en el hombro y se alejaron de aquel callejón.

domingo, 16 de junio de 2013

Los Errantes Indómitos

Hace un par de años diseñé una serie de personajes, cinco en total, que de una forma u otra estaban relacionados entre sí. Los pensé para una historia, que nunca ha llegado a ser nada más que una idea apuntada en una lista de ideas dejadas para más adelante. No sé si alguna vez rescataré esa idea, pero a lo largo de estos meses he estado escribiendo relatos cortos, ideas, conversaciones, entre esos personajes. He escrito diez en total, los publicaré con el orden cronológico en que los escribí, pero no en el orden cronológico de la posible historia que los relacionaría.  A esta serie de relatos le he dado el mismo nombre que tiene el blog, porque cuando comencé a publicar mis relatos tenía estos personajes muy en mente, y casi puedo decir que bauticé el blog en honor a ellos.

jueves, 21 de marzo de 2013

Intento de fuga

El siguiente es un texto con los mismos personajes que aparecen en "Pesadilla", que puede leerse aquí. Está fechado el 12/02/11. Respecto al orden cronológico de la historia, éste sería anterior a "Pesadilla".



Intento de fuga

Era la tercera vez que intentaba escapar de allí, y había logrado llegar mucho más lejos que en los anteriores intentos. Me había esforzado por ser listo, harto de que me repitiera, una y otra vez, lo idiota que era, con su estúpida sonrisa de autosuficiencia, mientras yo sufría mi castigo. Todavía no han acabado de cicatrizar las heridas de mi espalda de la última vez. Pero ya no volverá a atraparme. Durante el día suele encerrarse en su biblioteca, y no reclama a ninguno de sus criados, y, como castigo a mis intentos de fuga, me había relegado a faenas tediosas que me mantenían aislado la mayor parte de la jornada.

Entre las copas de los árboles puedo ver como el cielo se va tiñendo con los colores del atardecer. Ahora llega lo peor. En poco rato comprobará cómo he aprovechado la oportunidad que me ha dado, encargándose de que nadie se preocupara de mí desde el amanecer hasta el anochecer. Dándome todas estas horas de margen. Pensar eso me hacía plantearme si ése no era su propósito, para él era mejor que me escapara que tener que echarme, pudiendo volver a capturarme y castigarme. No iba a quedarse sin hacer nada. Pero, si lograba sobrevivir esa noche, sin que me atraparan, sería libre.

La luna ya domina en el cielo, y me estoy muriendo de frío. Podría haberme acercado al pueblo en vez de adentrarme en el bosque, pero prefiero morir congelado al castigo que seguramente tiene pensado para mí. Mi refugio para esta noche es un simple agujero en el tronco de un viejo árbol que partió un rayo. Estoy temblando de frío, y de miedo. Me abrazo más fuertemente a mis piernas. Me siento como si él estuviera allí fuera, esperando, pacientemente, a que me rinda y salga. Dejaré pasar las horas mientras intento descansar. Mañana por la mañana tendré que continuar huyendo.

Los primeros rayos del sol irritan mis ojos, mientras sigo en el agujero del árbol. Las heridas de la espalda me duelen, incluso más que ayer, pero no puedo quedarme aquí más tiempo. He tenido suerte, o quizás, no le sirvo para nada. Salgo del agujero con dificultad, las piernas me duelen de haber estado tantas horas con las rodillas dobladas, e intenté alejarme de allí. Tengo hambre y sed, y por suerte encuentro un pequeño lago un rato después. Y mientras bebo de ese agua me veo reflejado, y mi reflejo me devuelve una mirada enferma.

Me puse en pie, y volví a correr, intentando obviar todos los calambres que me dan en las piernas, y el ardor de mis heridas con el sudor. Tenía que darme prisa, si quería llegar a tiempo, quizás no habían notado mi ausencia. Pero, ni siquiera sé donde estoy, y no recuerdo nada del camino que hice ayer.

Llego justo antes de la cena. Nadie parece haberse percatado de mi ausencia, y me refugio en el establo, hasta que levanto la mirada, y le veo sonriéndome.

jueves, 28 de febrero de 2013

Vivo

Texto del 14/12/2010, Quizás inicio de un proyecto que nunca continué.



Vivo

Diría que, fuera de aquí, en la calle, está lloviendo. Oigo, a lo lejos, el tac, tac, tac de la lluvia golpeando los cristales de las ventanas, rítmicamente, tan similar al golpeteo de las teclas de una vieja máquina de escribir mecánica, impresionando, negro sobre blanco, las diferentes letras en una hoja de papel. Lo diría, claro, si no fuera porque en esta maldita ciudad nunca llueve. Porque no es bueno que llueva, eso suele crear problemas, confusión, gente mojándose, paraguas abriéndose y entrechocándose con otros paraguas, todos de diferentes colores, o estampados. Gente resbalando en los adoquines mojados, niños riendo mientras saltan en los charcos, conductores con prisa haciendo sonar las bocinas de sus coches, mientras ven por delante de sus narices los limpiaparabrisas, moviéndose rítmicamente, de izquierda a derecha, y vuelta a ir a la izquierda para volver a empezar. Y eso también si los semáforos funcionan, porque si se va la luz, ya solo impera la ley del que tiene más mala leche.

Diría.

Porque es eso, ya no llueve. Ni necesidad de paraguas, y los niños son pequeños ciudadanos tranquilos y bien educados, obedientes, que tratan a todo el mundo de usted, que solo van de su casa a las aulas de aprendizaje, y de vuelta a su casa, y que conocen la importancia de que a sus progenitores se les haya concedido el permiso de procreación para que ellos pudieran existir. Y los coches pasaron a la historia con la creación del sistema de transporte ciudadano, en el que todo el mundo espera pacientemente su turno para ir a aportar su esfuerzo a su querida ciudad, o volver a casa a descansar. Todos, niños y adultos, todos uniformados. Todos grises. Todos muertos. 

Diría que la oigo, pero nadie me creería, no debo oir nada en mi sala de reposo, en el edificio social de ayuda al ciudadano, en el programa de orientación especial. En una jodida sala gris acolchada de un puto manicomio. 

Todos muertos. Estoy vivo.



sábado, 16 de febrero de 2013

Intenté decírtelo

Otro viejo texto, (del 30/11/2010). No acaba de convencerme como quedó.


Intenté decírtelo

“Intenté decírtelo.”


Se dejó caer en el sofá, encima del mando a distancia que ni siquiera había visto, haciendo que se encendiera el televisor y la casa se llenara de los gemidos obscenos de la película pornográfica que el deuvedé todavía reproducía. Se arqueó para sacar el mando de debajo de su cuerpo sin levantarse. Apagó el televisor y tiró el mando hacia la mesa, con tanta fuerza que acabó cayendo al suelo. Ya se podía olvidar de la mesa que había reservado dos meses atrás en uno de los mejores restaurantes de la ciudad, a no ser que pagara por la compañía. Al final se obligó a levantarse del sofá y fue al lavabo para afeitarse la poca barba que le había crecido esos últimos días. Volvió en si un rato después, se había quedado en babia mirando hacia el espejo con una mueca extraña. Se sentía muy estúpido, acabó de afeitarse y volvió al sofá.

Apenas había cerrado los ojos cuando oyó su teléfono. Alargó la mano hacia la nada antes de recordar que lo tenía en la habitación y decidió ignorarlo. Lo oyó sonar tres veces más y al final, harto, se levantó para apagarlo. Maldijo al golpearse los dedos del pie con el marco de la puerta de su habitación y, cojeando, llegó hasta la mesita de noche. El teléfono dejó de sonar, por quinta vez, y le avisó de la llamada de un mensaje. Número de teléfono oculto, pero igualmente lo abrió. Una hora y un lugar. Sonrió desganado. Un desconocido le proponía algo parecido a una cita, a la misma hora y restaurante en el que pensaba pedir matrimonio a su chica, y siendo una sorpresa, dudaba que fuera ella quien le llamaba.

La llamó, le costó casi diez minutos armarse de valor, y ella tan solo le dijo que pasaría al día siguiente a buscar sus cosas y que no quería verle más. Colgó y dejó caer el teléfono al suelo. Abrió el armario y buscó otra camisa. Acabó de vestirse y se puso los zapatos nuevos. Cogió la chaqueta, las llaves del coche y se fue.

Entró en el restaurante y se encontró la mesa que había reservado ocupada por otro hombre. No le reconoció hasta que se giró y lo saludó. Su viejo compañero de universidad. Sonrió, devolviéndole el saludo y se sentó a su lado. 

jueves, 24 de enero de 2013

Frambuesas



Un texto del 03/08/2010, un ejercicio de desarrollo de un personaje, que quizá más adelante utilice.


Frambuesas

La luz de sus ojos. Ése era su último recuerdo. Todo lo demás había sido simplemente una sucesión de pesadillas que habían intentado ir mermando poco a poco su voluntad, hasta casi conseguirlo. Había quedado atrapado en algún lugar y en algún momento que continuamente se distorsionaba, llenándolo de sensaciones que confundían sus sentidos. No podía dejar de maldecirse, había sido su propia voluntad quien le había arrastrado hasta allí, pero hacía demasiado tiempo que había olvidado el porqué. Todos esos motivos, junto a la gran mayoría de sus recuerdos, habían quedado atrás. Hasta que al final las continuas pesadillas también fueron contaminando ese último recuerdo, llenando de dolor lo poco que quedaba de él, haciendo que su fragmentada mente gritara hasta liberarse de lo que le aprisionaba, y despertar. Pero nada de lo que le rodeaba le era conocido, ni la habitación dónde estaba, ni la mujer que dormía a su lado. En algún lugar de su mente sabía dónde estaba el lavabo, necesitaba aclarar las ideas, pero al enfrentarse al espejo se dio cuenta de que se había vuelto a despertar en un nuevo cuerpo.

Dejó el espejo atrás y volvió a la cama, en la que se tumbó y hundió su cabeza entre el cabello de la mujer. Olía a frambuesas. Cerró los ojos e intentó concentrarse en ese olor. Y a partir de él recordó el de la cena de la noche anterior, y poco a poco lo que habían sido esos dos últimos años. Su consciencia había estado dormida y en ese momento necesitaba poder conciliar las dos mentes que batallaban en su cabeza, su naturaleza y el último recipiente que estaba habitando. La muchacha se movió en sueños, buscando acomodarse en el calor del cuerpo de su compañero, susurrando un nombre. La abrazó y comenzó a mordisquear su cuello, hambriento.

Horas después, seguía tumbado en la cama mientras la mujer llevaba ropa limpia al lavabo. Había hablado de comer juntos ese mediodía, y de pasar por la tarde a ver el local y estaba meditando sobre eso, removiendo los recuerdos de ese recipiente. Oía la ducha cuando decidió que no sería mala idea, quizás aquel bar no sería lo que ella quería, pero necesitaba encontrar un sitio para ser él mismo. A ella no le gustaría, podía apostar lo que fuera que no le iba a gustar nada de lo que pasaría a partir de ese día. Ya no estaba con el hombre que creía haber conocido.

Notó un par de gotas de agua cayendo en su rostro y abrió los ojos. Ella ya se había duchado y vestido, e intentaba besarlo a escondidas cuando su pelo, todavía mojado, la había delatado. Él aspiró, de nuevo, su aroma. Frambuesas. Quizá su única debilidad. Los recuerdos de esa vida volvieron a bombardearlo. Ella seguiría siendo su dulce esposa, y no la dañaría, y quizás, con el tiempo, le acabaría diciendo la verdad.

Se incorporó para besarla y, todavía desnudo, la acompañó hasta la puerta, sonriendo.