Tercera parte de Errantes Indómitos, escrito el 20/09/11
La tumba
solitaria
Los dos hombres
estaban sentados en aquel banco, en silencio, mirando hacia la tumba. Esa parte
del cementerio parecía totalmente abandonada. Las malas hierbas habían crecido
salvajes en esa zona en la que tan sólo había esa tumba. Ni siquiera se oía el
ruido nocturno de los animales, que habían preferido instalarse en las partes
más visitadas del cementerio. La única cosa que desentonaba totalmente en aquel
lugar era el banco en el que estaban sentados, totalmente nuevo. El francés se levantó,
en silencio, y se acercó a la lápida, en la que depositó la flor con la que
antes había estado jugueteando.
- –¿Por qué esta tumba?
–le preguntó el italiano a su amigo, cuando éste se volvió a sentar a su
lado.
- –¿Qué quieres decir?
–el francés lo miró extrañado.
- –Para venir a buscarte
me dieron las coordenadas exactas de esa tumba. Sé que, como a todos nosotros,
te van las cosas raras, pero creía que las tuyas eran de otro estilo.
- –Alguna noche,
hermano, me tendrás que contar esas ideas que tienes sobre cada uno de
nosotros. Sería interesante.
- –No me
has contestado.
- –No es nada de
especial. Esta tumba tiene una leyenda interesante, nada más.
- –¿Más interesante que
esas historias que sueles publicar?
El rubio se giró
hacia él y le miró a los ojos, un segundo después sonrió. Se acomodó en el
banco, y susurrando, comenzó a narrar.
Hace muchos años, estas
historias siempre deberían empezar así, vivió en este pueblo un personaje
curioso. Un joven de esos que se hacían llamar artistas, pero nadie le vio
nunca escribir, o pintar, o cualquier cosa del estilo. A lo único que
se dedicaba era a mancillar todas las jovencitas del
pueblo, menos a una, con la que se casó. Aunque ese matrimonio le duró muy
poco. La muchacha apareció muerta en su casa un día, poco después de que él
saliera de viaje. La encontraron sus hermanos, hartos de que él no la dejara
salir de casa, habían ido a verla aprovechando que él no
estaba. Él volvió poco después, coincidiendo con el funeral de su
esposa. Durante unas semanas estuvo recluido en su casa, y después de eso se
dedicó otra vez a seducir y abandonar a cualquier muchacha de la que
se encaprichaba. Pocos meses después también murió. Había pagado un
mausoleo impresionante para su esposa, pero para él
había escogido esta tumba solitaria, al otro lado del cementerio. Y
dejó estipulada una petición. Diez años después de su funeral, debían
desenterrar el ataúd, coger lo que hubiera dentro, y volver a enterrarlo.
Todo el pueblo decidió olvidar
esa petición, olvidarle a él y todo lo que había sucedido. Pero no pudieron. A
los pocos meses descubrieron que la mayoría de las muchachas con las que había
estado jugando estaban preñadas. Fue pasando el tiempo, y a medida que se
acercaba el décimo aniversario de aquel funeral se iban poniendo cada vez más
nerviosos. Al final se reunieron para desenterrarlo, y así poder
exorcizar ese fantasma que les sobrevolaba.
Al anochecer de aquel día se
reunió todo el pueblo alrededor de la tumba, y la desenterraron. El sacerdote,
tapándose la boca y la nariz con un pañuelo para protegerse del olor, ordenó
abrirlo, y en un primer momento sólo él vio el contenido.
Había una carta lacrada,
manuscrita en tinta roja, que se había ennegrecido por el paso del tiempo. La
leyó mentalmente unas cuantas veces antes de decidirse a leerla en voz alta.
Tan solo era una frase: "sonrían, por favor, esto es una broma". Por
lo demás, el ataúd estaba vacío. Volvieron a enterrarlo inmediatamente, y
aunque quisieron quemar aquella carta, rondó por los archivos de la iglesia un
tiempo más. La historia acaba asegurando que la letra era la de aquel hombre,
afirmación que se hizo después de compararla con los papeles que había firmado
durante su boda, la única muestra de su escritura que tenían. Y quizás lo más
inquietante, la tinta, en realidad, era sangre.
- – Esa es la versión
aburrida –una tercera voz les hizo girarse.
- –¿Ya has acabado ese
asunto que te entretenía, Sorin? –le preguntó Dominic al recién
llegado.
- –Sí, nada que no se
arregle al viejo estilo de mi tierra –le respondió mientras se
sentaba entre ellos, -te explicaré lo que, aquí nuestro querido
hermano, no ha mencionado.
Hace muchos años, bueno,
el bla bla bla del inicio es el mismo. Lo importante, los hermanos de
aquella muchacha se pensaban que él la maltrataba, como mínimo, no entendían
que la mantuviera encerrada en casa. La encontraron muerta, con varias heridas
por el cuerpo, en su cama, con todas las sábanas teñidas de sangre. Es cosa de
sumar dos y dos, él la había matado y se había fugado. Les costó
encontrar valor, pero meses después de que volviera, le fueron a
buscar una noche, armados con hachas, para vengarse, y después desaparecer
también. Pero lo inquietante es lo de después, cuando desenterraron
el ataúd. Varias de las mujeres a las que había dejado preñadas,
y que habían ido con los niños, declararon verlo entre el público.
- –Las mujeres, y sus
fantasías –dijo el francés mientras se levantaba del banco. –Esta noche podemos
descansar en mi casa, y mañana coger el avión.
- –¿Tienes una casa
aquí? –le preguntó Dominic.
- –Sí, herencia
familiar, que resulta ser la casa de nuestro amigo –sonrió mientras señalaba la
tumba.
Los otros dos hombres también se
levantaron. El francés miró hacia la tumba una última vez, Sorin se le acercó y
le pasó un brazo por los hombros, llevándoselo de allí, mientras hablaban de
las últimas mujeres con las que se habían acostado. Antes de irse, Dominic
se acercó a la lápida. Estaba totalmente abandonada y, a parte de la flor que
había depositado su hermano, cubierta de hiedra seca. Apartó la hiedra hasta
descubrir el nombre que había
inscrito. Laurent Étienne Delacroix. Se incorporó mientras rompía
a reír y se alejó de allí por el mismo camino que habían seguido sus
hermanos.
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