domingo, 8 de septiembre de 2013

La tumba solitaria

Tercera parte de Errantes Indómitos, escrito el 20/09/11


La tumba solitaria

Los dos hombres estaban sentados en aquel banco, en silencio, mirando hacia la tumba. Esa parte del cementerio parecía totalmente abandonada. Las malas hierbas habían crecido salvajes en esa zona en la que tan sólo había esa tumba. Ni siquiera se oía el ruido nocturno de los animales, que habían preferido instalarse en las partes más visitadas del cementerio. La única cosa que desentonaba totalmente en aquel lugar era el banco en el que estaban sentados, totalmente nuevo. El francés se levantó, en silencio, y se acercó a la lápida, en la que depositó la flor con la que antes había estado jugueteando.

-         ¿Por qué esta tumba? –le preguntó el italiano a su amigo, cuando éste se volvió a sentar a su lado.
-         ¿Qué quieres decir? –el francés lo miró extrañado.
-         Para venir a buscarte me dieron las coordenadas exactas de esa tumba. Sé que, como a todos nosotros, te van las cosas raras, pero creía que las tuyas eran de otro estilo.
-        Alguna noche, hermano, me tendrás que contar esas ideas que tienes sobre cada uno de nosotros. Sería interesante.
-         No me has contestado.
-         No es nada de especial. Esta tumba tiene una leyenda interesante, nada más.
-         ¿Más interesante que esas historias que sueles publicar?

El rubio se giró hacia él y le miró a los ojos, un segundo después sonrió. Se acomodó en el banco, y susurrando, comenzó a narrar.

Hace muchos años, estas historias siempre deberían empezar así, vivió en este pueblo un personaje curioso. Un joven de esos que se hacían llamar artistas, pero nadie le vio nunca escribir, o pintar, o cualquier cosa del estilo. A lo único que se dedicaba era a mancillar todas las jovencitas del pueblo, menos a una, con la que se casó. Aunque ese matrimonio le duró muy poco. La muchacha apareció muerta en su casa un día, poco después de que él saliera de viaje. La encontraron sus hermanos, hartos de que él no la dejara salir de casa, habían ido a verla aprovechando que él no estaba. Él volvió poco después, coincidiendo con el funeral de su esposa. Durante unas semanas estuvo recluido en su casa, y después de eso se dedicó otra vez a seducir y abandonar a cualquier muchacha de la que se encaprichaba. Pocos meses después también murió. Había pagado un mausoleo impresionante para su esposa, pero para él había escogido esta tumba solitaria, al otro lado del cementerio. Y dejó estipulada una petición. Diez años después de su funeral, debían desenterrar el ataúd, coger lo que hubiera dentro, y volver a enterrarlo.

Todo el pueblo decidió olvidar esa petición, olvidarle a él y todo lo que había sucedido. Pero no pudieron. A los pocos meses descubrieron que la mayoría de las muchachas con las que había estado jugando estaban preñadas. Fue pasando el tiempo, y a medida que se acercaba el décimo aniversario de aquel funeral se iban poniendo cada vez más nerviosos. Al final se reunieron para desenterrarlo, y así poder exorcizar ese fantasma que les sobrevolaba.

Al anochecer de aquel día se reunió todo el pueblo alrededor de la tumba, y la desenterraron. El sacerdote, tapándose la boca y la nariz con un pañuelo para protegerse del olor, ordenó abrirlo, y en un primer momento sólo él vio el contenido.

Había una carta lacrada, manuscrita en tinta roja, que se había ennegrecido por el paso del tiempo. La leyó mentalmente unas cuantas veces antes de decidirse a leerla en voz alta. Tan solo era una frase: "sonrían, por favor, esto es una broma". Por lo demás, el ataúd estaba vacío. Volvieron a enterrarlo inmediatamente, y aunque quisieron quemar aquella carta, rondó por los archivos de la iglesia un tiempo más. La historia acaba asegurando que la letra era la de aquel hombre, afirmación que se hizo después de compararla con los papeles que había firmado durante su boda, la única muestra de su escritura que tenían. Y quizás lo más inquietante, la tinta, en realidad, era sangre.

-         Esa es la versión aburrida –una tercera voz les hizo girarse.
-         ¿Ya has acabado ese asunto que te entretenía, Sorin? –le preguntó Dominic al recién llegado.
-         Sí, nada que no se arregle al viejo estilo de mi tierra –le respondió mientras se sentaba entre ellos, -te explicaré lo que, aquí nuestro querido hermano, no ha mencionado.

Hace muchos años, bueno, el bla bla bla del inicio es el mismo. Lo importante, los hermanos de aquella muchacha se pensaban que él la maltrataba, como mínimo, no entendían que la mantuviera encerrada en casa. La encontraron muerta, con varias heridas por el cuerpo, en su cama, con todas las sábanas teñidas de sangre. Es cosa de sumar dos y dos, él la había matado y se había fugado. Les costó encontrar valor, pero meses después de que volviera, le fueron a buscar una noche, armados con hachas, para vengarse, y después desaparecer también. Pero lo inquietante es lo de después, cuando desenterraron el ataúd. Varias de las mujeres a las que había dejado preñadas, y que habían ido con los niños, declararon verlo entre el público.

-         Las mujeres, y sus fantasías –dijo el francés mientras se levantaba del banco. –Esta noche podemos descansar en mi casa, y mañana coger el avión.
-         ¿Tienes una casa aquí? –le preguntó Dominic.
-         Sí, herencia familiar, que resulta ser la casa de nuestro amigo –sonrió mientras señalaba la tumba.

Los otros dos hombres también se levantaron. El francés miró hacia la tumba una última vez, Sorin se le acercó y le pasó un brazo por los hombros, llevándoselo de allí, mientras hablaban de las últimas mujeres con las que se habían acostado. Antes de irse, Dominic se acercó a la lápida. Estaba totalmente abandonada y, a parte de la flor que había depositado su hermano, cubierta de hiedra seca. Apartó la hiedra hasta descubrir el nombre que había inscrito. Laurent Étienne Delacroix. Se incorporó mientras rompía a reír y se alejó de allí por el mismo camino que habían seguido sus hermanos.


No hay comentarios:

Publicar un comentario