miércoles, 23 de octubre de 2013

Fuego

Mini relato escrito el día 22/11/2011; continuación de Papeles arrugados, que puede leerse aquí

Fuego

Llegó a la habitación casi sin aliento, estaba vacía, abandonada como siempre, salvo por el fuego de la chimenea que, a esas horas, estaba casi muerto. Aquella mañana, al volver a su casa después de coger agua del río, su padre comentó que se había visto luz, durante toda la noche, en aquella habitación. Había llegado tarde. Andó, nerviosa, entre aquellas frías paredes hasta llegar a la chimenea, en la que colocó el único trozo de madera que había allí.

Cerró los ojos. Le echaba de menos, le había añorado todos esos años desde que desapareció la misma noche en la que ella comenzó a darse cuenta de ciertas cosas. Le esperó durante las últimas horas de aquella tarde, mientras se ponía el sol, y casi toda la noche, al lado del río, hasta que se quedó dormida. Esa era la maldición de hacerse mayor. Desde aquella noche ya no había vuelto por el río si no la enviaba su padre a por agua, ni por aquella casa. Hasta ahora.

Se estaba comportando como una niña tonta, como cuando era pequeña y le hacía preguntas estúpidas que él se dedicaba a responder, no siempre diciéndole toda la verdad. Se golpeó ligeramente la cabeza, ese dichoso gesto que había adquirido de tanto vérselo a él. Dio una vuelta por la habitación escuchando el solitario eco de sus zapatos en la piedra. Seguía tan fría y desnuda como la recordaba. Una chimenea, una silla y un escritorio. Y allí, olvidada encima del escritorio, había una vieja pluma. Se sentó frente al escritorio y alargó una mano hacia la pluma. Las yemas de sus dedos la acariciaron mientras cerraba los ojos.

Le pareció notarla viva bajo sus dedos, y apartó la mano. Sonrió con tristeza al pensar en su propietario y al darse cuenta de la inmensa ironía que todo eso representaba. Él no le dijo toda la verdad, pero le dio todas las pistas que necesitaba para, años después, averiguarla. Se levantó y volvió a la ventana. Las ramas de los viejos robles se movían, permitiendo que sus hojas juguetearan con la luz que llegaba del sol.


Volvió al escritorio y se sentó en aquella silla de cuero que tanto le gustaba de pequeña y apoyó sus codos en el escritorio, preguntándose qué había estado haciendo él allí durante toda la noche, y porqué no le había dicho nada. Quizás volvería para recoger la pluma, pero lo dudaba. Él era un experto en dejar las cosas atrás. Y ella también tenía que hacer lo mismo. Se levantó y se acercó a la chimenea y apoyó una de sus manos en la repisa. Atizó un poco el fuego que volvía a morir mientras le picaba la nariz por culpa del polvo que había levantado, y al ir a estornudar vio, al lado de su mano, la huella que había dejado otra mano en aquella repisa. Se dejó caer al suelo, delante de la chimenea, y entonces vio, entre la ceniza, un papel arrugado.

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