Cuarta parte de Errantes Indómitos, escrito el 20/12/11
La última fotografía
Volvió
a despertase huyendo de la misma pesadilla que lo acosaba esos
últimos días. Todavía era temprano, y estaba hambriento. Cogió una de las
botellas que guardaba en la nevera de aquel sótano y subió a la sala de estar
de su casa. Lo que vio era desolador. Debería volver a contratar a alguna
muchacha para que le hiciera la limpieza. Por las mesas todavía había
latas de refrescos, vasos y platos del último cine-fórum que habían
organizado sus amigos, una semana antes. O hacerles ir esa misma noche, a que
limpiaran la sala. Se había descuidado de las formas en las que su abuelo lo
había criado, años atrás, y desde que murió, se había dedicado todos esos años
a hacer todo lo contrario a lo que le había enseñado. Para qué engañarse, solo
tenía veinticinco años, y su abuelo había muerto poco antes de que cumpliera
los dieciocho. Y poco después, él le había enseñado lo que
significaba, en realidad, todo lo que había aprendido de su abuelo. Se dejó
caer en el sofá que estaba más limpio y abrió la botella. Le dio dos tragos y
la dejó en el suelo, al lado de lo que parecía un álbum de fotos. No recordaba
haberlo dejado allí la última vez que estuvo en el sofá. Lo cogió y lo ojeó.
Fotos y fotos de la gente del club, de varias fiestas. Gente que veía a menudo,
gente que ya no vivía allí, y alguien que ya no existía. Y al final del álbum,
una foto de él. No había vuelto a verle desde hacía año y medio, aquella
maldita última noche de Berlín, cuando creyó que iba a morir. Ese maldito
bastardo. Le seguía añorando, incluso, tres días atrás,
le había parecido verle, fumando, ese maldito vicio que nunca le
mataría, delante del local.
Cerró los ojos y dejó el álbum de
fotos otra vez en el suelo, al lado de la botella. Recuerdos, demasiados
recuerdos que creía olvidados. Había intentado odiarle durante todas aquellas
noches, Pero no podía olvidar que durante los últimos cuatro años, menos ése
último, había sido su guía, el mejor maestro del que pudiera haber aprendido
nada, aunque aparentaran la misma edad. Sonrió con nostalgia, hacía año y medio
que le había visto por última vez, y en realidad le parecía que había pasado
toda una vida.
Su mente seguía recreándose en
ese recuerdo. Aquella noche, en Berlín, había ido a pasar dos semanas con
unos cuantos amigos suyos a aquella ciudad. Y una de las últimas noches que iba
a pasar allí se habían encontrado. Su instinto le había querido advertir, pero
se trataba de su mejor amigo, y no había hecho caso a esa alarma. Y aquella
última noche él había insistido que se quedaran en la casa que habían
alquilado, y se pasaron casi toda la noche en el sótano hablando. Y ahora se
daba cuenta que en aquella noche recibió las últimas lecciones que él le podía
dar. Justo antes de que pasara lo que pasó.
Debía haberse dado cuenta de que
algo no iba bien cuando él le llamó William. No le había llamado por ese
nombre, el mismo nombre que compartía con su abuelo, desde poco después de
comenzar su amistad. No recordaba lo que pasó después, tan solo que era algo
que lo atrapaba en sus pesadillas, y que desaparecía cada noche, al despertar.
Aquella noche, todavía en Berlín, había despertado, totalmente desorientado, en
aquel sótano. Y lo único que quedaba de él era un sobre abultado, con todos los
papeles de sus propiedades, y las llaves, desde ese momento a su nombre, y un
colgante, que alguna vez le había visto, aunque siempre mantenía oculto, en una
cadena de plata, alrededor de su cuello. Tuvo que asimilar que ya no le vería
más. Nadie deja arreglados sus asuntos si pensaba volver.
Abrió los ojos de golpe. Recordar
todo aquello hacía que le odiara, y le añorara. Recogió la botella y volvió al
sótano. La dejó en la basura y cogió otra de la nevera. Esa noche no
quería ir al local, que en ese último año y medio era suyo. A esas horas, el
camarero que tenía contratado ya habría abierto, tal y como había
hecho él en el pasado. No lograba quitarse la sensación de notar el fantasma de
su viejo amigo en su espalda, la sensación que, durante esas últimas noches,
cada uno de ellos había merodeado durante algunos instantes, por la mente del
otro. Acabó esa segunda botella y la tiró. Subió hasta su vieja habitación y se
cambió de ropa. Cogió las llaves de la moto, que también había heredado, y
acarició las llaves que estaban colgadas al lado. Eran del piso de su viejo
amigo, uno de ellos, en el que se solía refugiar cuando quería que
nadie le molestara. Las cogió también. Hacía meses que había estado allí
por última vez, y seguramente estaría lleno de polvo.
Media hora después aparcaba la
moto delante del piso. Contó las ventanas tres veces para asegurarse de
que era cierto lo que veía. Se veía luz a través de las ventanas. Y, a parte de
él, tan solo había otra persona que tenía las llaves. Dejó la moto en la acera
y sacó las llaves del bolsillo. Abrió la puerta de entrada y mientras subía en
el ascensor comenzó a plantearse lo que estaba haciendo, sin saber lo que se
podía encontrar.
Abrió la puerta del piso. Todas
las luces estaban encendidas, y había ropa ordenada en las sillas de la mesa
del comedor. Un traje. Americana, pantalón y camisa, demasiado serio para ser
de su amigo. Dejó de oír el agua de la ducha, y poco después vio
salir del lavabo un hombre, unos años mayor que él, desnudo, caminando hacia
el salón. Llevaba en una pulsera el mismo colgante que tenía él. Se echó
el cabello, rubio, mojado, hacia atrás mientras le sonreía.
-
Debes ser el chico,
encantado de conocerte.
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